Que el consumidor sepa el origen de aquello que se lleva a la boca y las manos por las que ha pasado. Como concepto tal vez resulte sencillo; sin embargo, su complejidad es máxima. Todo un océano de interpretaciones e intenciones hay detrás del término trazabilidad. Y un intenso debate y discusión sobre quienes lo creen imposible y por contra quienes en el otro extremo lo creen plausible, e incluso abundan los defensores que argumentan que ya se está llevando a la práctica gracias a la información del universo Big Data, donde se ofrecen algunos programas tecnológicos que siguen una traza completa desde la semilla hasta el producto final.
La Universidad de Almería acogía recientemente el simposio de los ingenieros hortícolas del país. El evento también dispensaba varios talleres técnicos, en él que yo participé se abordó – entre otras cuestiones – el tema de la trazabilidad, resuelto en la industria farmacéutica, y aún pendiente en el sector agroalimentario.
En dicho taller el ponente explicó que el sello FDA es el que usa en dicha industria, y la normativa por la que apuesta el Ministerio defiende su incorporación al agro. Con dichos nuevos protocolos se podría descender al máximo, bajar a la mínima expresión, es decir, a cada fruto, no a la caja que lo contiene. De este modo si se cambia de envase una hortaliza, siempre se podría controlar su origen y movimiento, independientemente de la caja en la que sea puesta. Si en el mundo farmacéutico se rastrea dicha traza, ¿por qué no en el de los alimentos?
El ejemplo que se puso en el taller vino del sector de los agrios, donde el limón de Murcia en los meses en los que no hay producto se importaría de Marruecos. No me quedó claro si el consumidor final de limones puede conocer si es norteafricano o hispano el limón que se lleva en su compra. Pero no seamos mal pensados (…). La trazabilidad se cumple y las nuevas implementaciones copiadas de la industria de los fármacos solo vendrían a reforzarla. (¡?)
Ana Rubio