No sé si será por Verano Azul o por otra vida vivida allí – como diría el poeta que todos llevamos dentro – pero pasar las últimas horas del año en Nerja tiene algo de especial. Las experiencias de niñez pesan mucho, son como una traza que siempre deja huella, así que de algún modo el Chanquete de mi generación debe seguir estando vivo en el corazón de muchos adultos que un día fuimos niños mientras disfrutábamos aquella serie de las de antes. Tiempos en los que todo era analógico y veíamos la tele mirándola. Hoy día no vemos nada, el mundo digital a veces nos agacha la mirada hacia el móvil y el televisor suena de fondo como una banda sonora que solo sirve de relleno.
Pero en Nerja recuperamos lo que la época actual ha extraviado. Siento deleite por este pueblo de la costa malagueña, no sé si será porque me ayuda a revivir mis sentimientos de niñez o porque visitándolo con Ana y mis pequeños descubro cómo en mi corazón todo es nuevo. A cada paso por sus calles, respirando en cada una de sus esquinas siento un renacer difícil de abarcar en unas líneas. Igual que un amanecer empujado por los amarillos de los destellos de luz, encendiendo así una llama, o igual que en un atardecer que se anaranja por el soplido de los dragones, encendiendo a su vez nuestro imaginario. Sea como fuere, este 2016 se ha ido y en mi recuerdo quedará como una de sus últimas estampas la del Balcón de Europa acechado por los nublos que decían adiós al día y a doce meses de esperanzas y pasiones.
Las calas de Nerja en esta época del año parecen estar recogidas, cálidas bajo un manto invisible que detiene el tiempo. Las callejuelas del pueblo, de paredes blancas e impregnadas de pequeños adornos que dibujan en el detalle la maestría de quienes las habitan. Y los miradores, habidos por doquier, aparecen cada pocos metros para permitir al visitante una mirada hacia ese azul que atrae como un imán y a que a todos los ojos impregna de magia y de algo más. No sé qué será eso otro más, pero está. Como un súbito invisible que colma de felicidad al viajero, al transeúnte o al mismo vecino. Nerja está envuelta en un halo no visible, similar a una isla paradisíaca (da igual que sea real o imaginada) que cala en el corazón de quien la recorre. Como los piratas en la isla del tesoro.
Y presidiendo todo el pueblo, y la cercana pedanía de Maro, están las Cuevas de Nerja. Después de visitarlas por segunda vez estoy empezando a pensar que ese halo cuasi-mágico emana de ellas. De su interior, tan antiguo como enigmático. Y es que las Cuevas de Nerja no pueden dejar indiferente a ningún viajero. A ninguno con un mínimo de inquietud.
Las Cuevas de Nerja. Visita obligada para 2017
Las Cuevas de Nerja rompieron su silencio de miles de años tras ser descubiertas por cinco jóvenes de la cercana localidad de Maro. Los habitantes de esta población ya conocían la existencia de una pequeña cavidad llamada la mina del cementerio, aunque nadie se había aventurado en su interior. Cierto día, Francisco Navas Montesinos, los hermanos Manuel y Miguel Muñoz Zorrilla, José Luis Barbero de Miguel y José Torres Cárdenas, decidieron seguir a una bandada de murciélagos que salían de una estrecha grieta de la pared de esta cavidad. La hendidura les condujo hasta un estrecho pasadizo, denominado desde entonces Conducto del Descubrimiento, que desembocaba finalmente en la sala que hoy se conoce con el nombre de Sala de la Cascada o del Ballet. Quedaron impresionados tras iluminar con su linterna la gran maravilla geológica que constituía ese espacio inicial de la gruta nerjeña.
Para quien no conozca estas cuevas, su visita puede apuntarla como tarea pendiente para el nuevo año 2017 que ya se abre ante nosotros.
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Ana Rubio
